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La Certeza de la Salvación: La Gracia de Dios más allá del Mérito

Sermón para el 17mo. domingo después de Pentecostés. 24.09.2023

Enzo Pellini

Mateo 20:1-16

20 »Asimismo, el reino de los cielos se parece a un propietario que salió de madrugada a contratar obreros para su viñedo. 2 Acordó darles la paga de un día de trabajo[a] y los envió a su viñedo. 3 Cerca de las nueve de la mañana,[b] salió y vio a otros que estaban desocupados en la plaza. 4 Les dijo: “Vayan también ustedes a trabajar en mi viñedo y les pagaré lo que sea justo”. 5 Así que fueron. Salió de nuevo a eso del mediodía, y luego a la media tarde e hizo lo mismo. 6 Alrededor de las cinco de la tarde, salió y encontró a otros más que estaban sin trabajo. Les preguntó: “¿Por qué han estado aquí desocupados todo el día?”. 7 “Porque nadie nos ha contratado”, contestaron. Él les dijo: “Vayan también ustedes a trabajar en mi viñedo”.

8 »Al atardecer, el dueño del viñedo ordenó a su capataz: “Llama a los obreros y págales su salario, comenzando por los últimos contratados hasta llegar a los primeros”. 9 Se presentaron los obreros que habían sido contratados cerca de las cinco de la tarde y cada uno recibió la paga de un día. 10 Por eso, cuando llegaron los que fueron contratados primero, esperaban recibir más. Pero cada uno de ellos recibió también la paga de un día. 11 Al recibirla, comenzaron a murmurar contra el propietario. 12 “Estos que fueron los últimos en ser contratados trabajaron una sola hora —dijeron—, y usted los ha tratado como a nosotros que hemos soportado el peso del trabajo y el calor del día”. 13 Pero él contestó a uno de ellos: “Amigo, no estoy cometiendo ninguna injusticia contigo. ¿Acaso no aceptaste trabajar por esa paga? 14 Tómala y vete. Quiero darle al último obrero contratado lo mismo que te di a ti. 15 ¿Es que no tengo derecho a hacer lo que quiera con mi dinero? ¿O te da envidia que yo sea generoso?”.

16 »Así que los últimos serán primeros y los primeros serán últimos».

***

Un joven tuvo una conversación con su amigo, quien era cristiano. El joven quería hablarle sobre la salvación en Cristo y le preguntó si sabía dónde iría después de esta vida. La respuesta de su amigo fue dubitativa. “Juan”, le dijo el amigo en respuesta, “si no sabes si irás al cielo, entonces irás ir al infierno”, así le dijo de manera directa. Este joven seguramente, después de fallecer, deseaba encontrarse con Dios. Sin embargo, siempre pensaba: “No podemos conocer eso. Eso lo determinará el Todopoderoso, si iré con Él o no”. ¿Por qué muchas personas responden de esta manera? Es una pregunta válida que tiene que ver con el mensaje de hoy.

El mensaje de hoy podría no ser del agrado de muchos, especialmente de aquellos que han sido criados en la fe y han creído que el acceso a Dios es una cuestión de méritos y sacrificios. Algo como si tuviéramos que acumular puntos en la vida para aprobar el examen de Dios y, quizás, acceder al cielo. Esta forma de pensar puede agotar a cualquiera, ya que nunca seremos lo suficientemente buenos como para complacer a Dios. La Palabra de Dios misma declara: “No hay quien haga bien… No hay quien haga lo bueno, no hay ni uno solo” (Salmo 53:1-3).

Además, esta perspectiva añade el agravante de la incertidumbre sobre si Dios nos aceptará en el cielo, y esta manera de pensar no está en línea con las enseñanzas bíblicas. Para citar un texto del Nuevo Testamento, Jesús nos asegura: “Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y nunca perecerán, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27-28). Aquellos de nosotros que pertenecemos a su rebaño, es decir, que hemos aceptado creer en Jesucristo como el Hijo del Dios Altísimo y le hemos entregado nuestra vida, debemos tener la certeza de que somos salvos. La lectura de hoy también respalda esta certeza.

Recientemente, escuché a una mujer aparentemente inteligente y competente, una candidata política para las próximas elecciones en Argentina, siendo entrevistada por un periodista en una especie de pregunta y respuesta rápida. El periodista le preguntó: “¿Qué hay después de la muerte?” Y ella respondió: “Dios. La vida eterna”. Luego, el periodista le preguntó: “¿Y tú irás allá?”, a lo que la candidata respondió: “No lo sé, eso lo decidirá Dios”. ¿Has escuchado respuestas como estas? Yo las he escuchado toda mi vida, pero si somos cristianos, esta respuesta es incorrecta. No se trata de ser arrogantes u orgullosos, ni de faltar al respeto a Dios, porque la salvación es un regalo, inmerecido. En la Biblia, Dios nos promete que alcanzaremos la salvación no por nuestros méritos. Nadie puede ganarse el cielo siguiendo la lógica humana del rendimiento y el mérito. No es así. Dios nos promete su salvación a todos los que creen. De hecho, hay un versículo en el que Pablo le dice al carcelero en Filipos: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo, tú y tu familia” (Hechos 16:31), lo que confirma la certeza de la salvación.

Entonces, ¿cómo debemos responder si iremos al cielo? Si verdaderamente creemos en Jesucristo como el Hijo de Dios y aceptamos seguirlo, debemos decir: “Sí, iré al cielo”, porque esa es la condición y la promesa.

Cuando empezamos a creer en Dios de esta manera, es decir, de la manera en que Dios quiere que vivamos nuestra fe, y no de acuerdo a los valores de este mundo que no cree en Dios, o que aún no conoce plenamente la Palabra de Dios, entonces comenzamos a vivir una vida espiritualmente rica. Ser cristiano y tener la certeza y seguridad de lo que sucederá después de esta vida, en lugar de conformarnos con hablar en el lenguaje y la sabiduría del mundo que no cree en Dios, nos llena de alegría y felicidad. Cuando realmente comprendemos la esencia de la Palabra de Dios, que, por cierto, es fácil de descubrir y entender, sólo tenemos que comenzar a leerla, nuestras dudas existenciales comienzan a despejarse y vivimos una fe plena, llena de las bendiciones y la alegría que el Espíritu Santo puede dar.

Es muy triste vivir una vida en la que no estamos seguros de lo que sucederá después de nuestra muerte. Es muy triste vivir una vida en la que los estándares de rendimiento y mérito humano rigen nuestro valor en la sociedad. Es muy triste creer que todo lo que logramos en la vida es resultado de nuestro propio trabajo, esfuerzo y habilidad, en lugar de poner a Dios en el primer lugar de nuestras vidas. Las bendiciones de Dios comienzan cuando lo colocamos en primer lugar, no al revés. Cuando ponemos nuestra fe como la condición principal en nuestra relación con Dios, entonces Dios nos concede la salvación. Es posible que cometamos muchos errores y pecados en la vida, pero si vivimos en una relación con Dios, él siempre nos considerará una prioridad, no debido a nuestra perfección, habilidad o rendimiento humano, sino debido a nuestra entrega sincera a él.

Hoy hemos leído una parábola que puede parecer extraña a primera vista. Extraña porque va en contra de lo que la sociedad que no cree en Dios piensa, y contradice la sabiduría popular.

Al atardecer, el dueño del viñedo ordenó a su capataz: “Llama a los obreros y págales su salario, comenzando por los últimos contratados hasta llegar a los primeros”. Los obreros que habían sido contratados cerca de las cinco de la tarde se presentaron y cada uno recibió el salario de un día. Por lo tanto, cuando llegaron los que habían sido contratados primero, esperaban recibir más. Pero cada uno de ellos también recibió el salario de un día. Los obreros que habían trabajado todo el día se indignaron. Su indignación no se debía al trato que habían acordado con el patrón, ya que el patrón había actuado de manera justa al prometerles el salario de un día. Se indignaron porque, según su concepto de mérito y sacrificio, los demás deberían haber recibido menos.

En esta historia, el dueño de la viña representa a Dios. Los obreros que habían estado trabajando durante más tiempo eran los que pertenecían al pueblo de Dios, es decir, el pueblo de Israel, que incluía a los en apariencia más fervientes seguidores de Dios, como los escribas y maestros de la ley. No podían soportar la idea de que la salvación de Dios también pudiera otorgarse a los recién llegados, es decir, a aquellos que comenzaban a creer, e incluso a los extranjeros y paganos que no pertenecían originalmente al pueblo judío. Sin embargo, Dios, al igual que el dueño de la viña, tiene el derecho de hacer lo que quiera con su gracia. Y, debido a su bondad, decidió darles la misma recompensa a todos. Esto causó envidia no sólo entre los obreros de la parábola, sino también entre los maestros de la ley judíos.

Dios nos está ofreciendo la salvación como un regalo, aunque, como algunos teólogos han señalado, este regalo, si bien gratuito, no es barato. Requiere aprecio por nuestra parte. La condición es creer en Jesucristo como el Hijo de Dios y aceptarlo como el Señor de nuestras vidas. Cuando decimos “Señor”, estamos reconociendo su autoridad sobre nuestras vidas, y queremos seguirlo y obedecerlo desde lo más profundo de nuestro corazón. Lo obedeceremos mejor o peor, eso lo evaluará Dios. Pero ninguno de nosotros es perfecto. Algunos podrían ser mejores que otros, algunos podrían haber trabajado más para Dios que otros, pero Dios, porque es bueno, no se enfoca en nuestro desempeño o mérito según los estándares del mundo. Sus parámetros se basan en Su amor y en el amor que le mostramos. Expresamos ese amor a través de nuestra fe, nuestra entrega sincera a Dios y nuestro amor por su Iglesia y sus mandamientos. Que Dios nos conceda hoy la certeza de la salvación que proviene sólo a través de nuestra fe en él. Que Dios nos permita abrir los ojos y comprender que si realmente queremos triunfar y prosperar en esta vida, nuestra meta debe ser ponerlo a él en primer lugar en nuestras vidas terrenales. Amén

El Poder del Perdón: Liberación y Sanidad

Sermon para el 16to. Domingo después de Pentecostes- 17/09/2023
Rev. Enzo Pellini
Mateo 18:21-35

21 Pedro se acercó a Jesús y preguntó:

—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?

22 —No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete —contestó Jesús—

23 »Por eso el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. 24 Al comenzar a hacerlo, se presentó uno que le debía diez mil monedas de oro. 25 Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos y todo lo que tenía, para así saldar la deuda. 26 El siervo se postró delante de él. “Tenga paciencia conmigo —rogó—, y se lo pagaré todo”. 27 El señor se compadeció de su siervo, perdonó su deuda y lo dejó en libertad.

28 »Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. “¡Págame lo que me debes!”, exigió. 29 Su compañero se postró delante de él. “Ten paciencia conmigo —rogó—, y te lo pagaré”. 30 Pero él se negó. Más bien fue y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda. 31 Cuando los demás siervos vieron lo ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su señor todo lo que había sucedido. 32 Entonces el señor mandó llamar al siervo. “¡Siervo malvado! —le dijo—, te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. 33 ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?”. 34 Y enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía.

35 »Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano».


La esencia del texto de hoy se centra en la importancia del perdón y la misericordia en la vida de los seguidores de Jesús. El pasaje nos enseña que debemos perdonar de manera incondicional y generosa, sin establecer límites rígidos en la cantidad de veces que debemos perdonar a quienes nos han herido. En lugar de eso, se nos insta a perdonar repetidamente, sin importar cuántas veces se nos ofenda.

La parábola en este pasaje ilustra la idea de que, dado que hemos recibido el perdón y la misericordia de Dios, debemos reflejar esa gracia en nuestras relaciones con los demás. El siervo perdonado por una deuda inmensa pero que luego se niega a perdonar a otro siervo por una deuda mucho menor destaca la importancia de perdonar de corazón y no retener el resentimiento.

Hoy, Jesús nos habla de que el perdón es un principio fundamental en la fe y una parte esencial de vivir una vida de amor, compasión y reconciliación con los demás. Jesús nos llama a perdonar como hemos sido perdonados y a liberarnos del peso del resentimiento para encontrar la paz interior y mantener relaciones saludables. Además, se nos advierte sobre las graves consecuencias de no perdonar, tanto en nuestras relaciones humanas como en nuestra relación con Dios.

El mensaje de hoy, relacionado con el mensaje del domingo pasado en el que se nos decía que debíamos solucionar los conflictos dentro de la comunidad cristiana, tiene que ver con un paso más: la solución de raíz de todo conflicto que tiene lugar con el acto del perdón. Este tema tiene dos facetas: en primer lugar, debemos perdonar porque Dios lo pide. Así como Dios fue misericordioso con nosotros al perdonar nuestro pecado original, es decir, nuestro distanciamiento de Él y nuestro acercamiento a comenzar a ser Sus seguidores a través del bautismo, y al aceptarnos en Su redil como hijos de Dios, así también debemos tener la misma disposición permanente para perdonar a nuestros prójimos. Y en segundo lugar, tenemos que perdonar porque nos conviene, nos hace bien, nos mejora, nos mantiene sanos. La falta de perdón no sólo nos trae desequilibrio espiritual y dificultades mentales, sino que también nos enferma físicamente.

Es difícil pedir perdón, humillarse y admitir que nos hemos equivocado, sin duda. Una de las encrucijadas más grandes que debemos enfrentar en nuestra vida es optar entre pedir perdón o seguir aferrados a nuestro orgullo. ¿Por qué nos resulta difícil perdonar? Esto podemos explicarlo, como trabas que nos impiden perdonar:

Heridas emocionales intensas: Cuando alguien nos ha herido gravemente, ya sea emocional, física o psicológicamente, es natural sentir una profunda aflicción y resentimiento. El proceso de sanar estas heridas puede ser largo y complicado, lo que dificulta el perdón.

Orgullo y ego: Nuestro orgullo y ego pueden interferir con la capacidad de perdonar. A veces, podemos pensar que perdonar nos hace parecer débiles o nos hace sentir como si estuviéramos perdiendo el control de la situación. Esto puede dificultar el proceso de perdonar a alguien.

No poder entender los sentimientos de la otra persona, es decir no tener empatía: A veces, es difícil perdonar cuando no podemos entender por qué la otra persona actuó de esa manera o cómo se sintió en ese momento. Esto puede hacer que nos cueste perdonar.

Miedo a ser heridos nuevamente: Si hemos sido heridos en el pasado por la misma persona o tipo de situación, podemos tener miedo de perdonar y abrirnos a la posibilidad de ser heridos nuevamente. Esto puede llevar a la resistencia al perdón.

Querer que la persona que hizo daño reciba un castigo: A veces, queremos que la persona que nos lastimó sea castigada por lo que hizo en lugar de perdonar. Creemos que es importante que enfrenten las consecuencias de sus acciones.

Cultura de la venganza: Esto es algo que debemos mencionar hoy. Muchas veces he observado que, incluso dentro de las comunidades cristianas, permitimos que se filtren distintos tipos de ideologías o falsas teologías, así como la sabiduría popular o la manera de ser del mundo que, muchas veces, nada tiene que ver con el Evangelio. En este caso, es posible que hayan escuchado la triste frase: “Yo perdono pero no olvido”, por ejemplo o “yo perdono sólo una vez”, etc., que son clichés y frases hechas que se repiten de boca en boca y parecen ser frases de moda. En nuestra cultura (mundana) y en muchos contextos sociales, la venganza se considera una respuesta más aceptable que el perdón. Esto puede influir en nuestra disposición a perdonar, ya que podemos sentir presiones externas para buscar represalias en lugar de perdonar. Y esa filosofía popular no tiene nada que ver con el evangelio. Hoy, Jesús nos dice que debemos perdonar hasta 490 veces, por ejemplo, queriendo decir siempre.

No saber cómo lidiar con los sentimientos: Algunas personas pueden no saber muy bien qué hacer con los sentimientos de enojo, furia y dolor que experimentan. En lugar de enfrentarlos y resolverlos, pueden encontrar más fácil quedarse enojadas en lugar de perdonar.

Circunstancias complicadas: A veces, no está claro a quién o qué debemos perdonar. En ocasiones, puede ser confuso saber a quién o qué debemos perdonar, especialmente cuando varias personas o situaciones están involucradas. O cuando las personas que nos han hecho daño ya no están o han fallecido. Esto puede hacer que el proceso de perdón sea complicado.

No obstante, Jesús nos dice hoy que debemos hacer el esfuerzo de perdonar. Aún a las personas de nuestro pasado , ya fallecidas, por ejemplo. El perdón no es un acto de los sentimientos, sino un acto de la voluntad. Es decir, podemos decidir perdonar, no esperar a sentirnos capaces sentimentalmente de perdonar. Es difícil, sí, claro que es difícil, pero es más fácil cuando lo manejamos de esa manera, como una decisión de la voluntad y no de los sentimientos, y además como una forma de obediencia a Dios. ¿Qué pasa con las personas perdonadas? ¿Aceptarán nuestro perdón, valorarán nuestro perdón?, eso quedará en ellos. Si ellos no aceptan el perdón, tendrán que dar cuentas delante de Dios, de la misma manera que sucedió con el siervo despiadado de la parábola de Jesús.
En el caso de las personas que ya no están también podemos liberarnos y perdonar: podemos decir por ejemplo en voz alta y simplemente: Te perdono, he decidido perdonarte, porque Jesús me lo pide.

Cuando reunimos todas nuestras fuerzas posibles y volvemos sobre nuestras palabras y expresamos lo contrario al orgullo: “Perdón, me equivoqué”. De más está decir que todo cambia a partir de ese momento, pues una vez que decimos esa palabra “mágica”, toda barrera cae por tierra y reconstituimos nuestras relaciones.

Muchas veces no logramos disfrutar de nuestra vida porque tenemos cuentas pendientes con los demás. Y no me refiero al aspecto económico, sino al ámbito de nuestras emociones. Es más, muchos profesionales de la salud aseguran que gran parte de las enfermedades modernas surgen como fruto de cuestiones no resueltas con otras personas. En otras palabras, la falta de humildad para dar el paso de valentía y pedir perdón (o también aceptar el perdón cuando vienen a pedirnos el perdón por cosas que nos hicieron) puede llegar a producir enfermedades psicosomáticas (algo que comienza en el alma y muy pronto afecta a distintas partes de nuestro cuerpo). Muchos profesionales y sanadores afirman que, por muy horrible que parezca la situación, si estamos dispuestos a liberar y perdonar, podemos curar prácticamente cualquier cosa. Y en la iglesia sabemos que cuando hay perdón allí se manifiesta el Espíritu Santo de Dios en la comunidad, pues la falta de perdón contrista al Espíritu de Dios. (Ef 4:30-32)

Es cierto. Muchas de nuestras consultas a los psicólogos, nuestras charlas frente a una persona religiosa y nuestras inversiones en libros de autoayuda tienen su origen en la búsqueda de elementos que nos den valor y sentido cuando otros nos han maltratado. Es decir, buscamos cómo reafirmarnos e incluso deseamos librarnos de las cargas para poder perdonar.

¿Pero saben algo? A lo largo de nuestras vidas, existen diversas ocasiones en las que nosotros somos los equivocados y tenemos que pedir perdón.

El rey David escribió: “Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Pero te confesé mi pecado y no te oculté mi maldad. Me dije: ‘Voy a confesar mis transgresiones al Señor’. Y tú perdonaste la culpa de mi pecado” (Salmo 32:3,5).

Es una buena sugerencia práctica para esta nueva semana. Los animo a pedir perdón a quienes hayan ofendido, si es el caso, o a aceptar el perdón de los que les hayan pedido perdón. Hagan esa llamada, escriban ese correo electrónico, encuéntrense con esas personas por ese motivo y hasta oren con las palabras del salmo. Pero lo más importante para poder vivir una vida en bendición, es decir, en sanidad espiritual, mental y física, liberémonos hoy mismo de toda carga emocional, diciendo: “Perdón, me equivoqué” o, “Sí, acepto tu perdón”.
Amen.